Los centennials, con todo y su ansiedad y su fragilidad por las cosas del mundo, llegarán a San Lázaro más rápido de lo esperado. La tarde de este martes la Cámara de Diputados, por 438 votos a favor, cero en contra y cero abstenciones, avaló en lo general el dictamen que reforma a los artículos 55 y 91 de la Constitución para establecer que la edad mínima para ser diputado pase de 21 a 18 años cumplidos al día de la elección.
La votación del pleno fue ampliamente festejada por las criaturas, sobre todo en redes sociales donde más de un influencer desde hace meses aportaba al debate público argumentos sacados de la lógica más elemental: “si puedo votar, pagar impuestos, sacar una licencia, contraer matrimonio, ¿porqué no puedo ser diputado?”, circulaba un “sesudo argumento” en TikTok. Independientemente de la falacia encubierta en la proposición, cabe destacar el hecho de que una cadena viral en redes sociales pudo ser más persuasiva y eficaz que el barroco procedimiento constitucional, destinado a que una iniciativa ciudadana se eleve al status del sistema jurídico vigente.
¿Qué tan malo –o tan bueno– es que México, a partir de la elección intermedia del próximo sexenio, tenga niños diputados en San Lázaro? Más allá de esos simples adjetivos, digamos que la reforma está más predispuesta a generar retrogresiones que avances democráticos.
Vamos por partes. Si bien todos los partidos ya empezaron a lucrar con la idea de que “están abriendo las puertas de la representación” a los más jóvenes de México, hasta cierto punto una bandera legítima frente a un electorado decisivo en el proceso electoral que está en puerta; lo que realmente está haciendo la partidocracia es aumentar el nepotismo, la simulación y la ignorancia al interior de la Cámara.
Un muchacho de 18 años, que jurídicamente acaba de abandonar la niñez, no tiene capital político a menos que provenga de una estirpe que sí lo posea. La reforma constitucional fortalecerá las redes familiares que ya ocurren al interior de las cámaras y que se asocian, al grado de confundirse, con las oligarquías de los institutos políticos en cuestión. Una vez más el principio legítimo “una cabeza por un voto”, se distorsiona por el antidemocrático: “una familia por varios espacios de representación”.
En su defecto, si el joven candidato está desvinculado de las militancias, las preparatorias y universidades no tardarán en ser abordadas por las dirigencias de las fracciones más inofensivas para “rellenar”, con jóvenes entusiastas, las candidaturas de los distritos donde estos partidos sean escasamente competitivos. Los mandarán a perder a cambio –sólo la inocencia de un chiquillo ignorante podría dar crédito– de la oferta de una prometedora carrera política.
A los 21 años, como originalmente está en la Constitución, por lo menos existen estudios universitarios, un diagnóstico –simple, pero válido– de los problemas del país o quizá, a falta de formación académica especializada, un contacto con la base material de producción de la riqueza y la desigualdad. Bajo la tónica de la reforma, los pobres pubertos pasarán –en el mejor de los casos– de las ecuaciones de segundo grado a la aprobación del Presupuesto de Ingresos y Egresos de la Federación. No sería la primera vez que en aras de la inclusión, se abra la puerta a la ignorancia y la improvisación en un Congreso de la Unión.
En fin, bienvenidos sean “los curules de cristal”.
Por Enrique Huerta