“Si el presidente no fija a su sucesor pierde no sólo esa prerrogativa, sino también la misma posibilidad de gobernar durante su propio periodo”.
Tzvi Medin
¿Cuál será el juicio de las investigaciones de las próximas décadas sobre las consecuencias políticas desatadas por una sucesión anticipada? ¿En qué medida la fragmentación del voto duro de Morena le permitirá al presidente López Obrador constituirse como el gran elector en 2024? ¿Habrá disciplina por parte de los tres presidenciables como Claudia Shienbaum, Adán Augusto López y Marcelo Ebrard una vez que la encuesta –forma eufemística para hablar del “dedazo”– revele el nombre del ungido? ¿Qué pasará con los perfiles marginados como Ricardo Monreal e incluso Gerardo Fernández Noroña?
¿Por qué preguntarle al futuro sobre un proceso abierto?Precisamente porque está inacabado: estamos sumergido en la coyuntura; hemos caído en las redes de la polarización meticulosamente planificada por López Obrador como la estrategia de su permanencia; todos tenemos otros datos y ninguno al mismo tiempo; en definitiva, cegados por la libido o por el desprecio frente el régimen somos incapaces de hacer el recuento de los daños, ni siquiera porque nosotros mismos en más de un sentido somos parte de ese inventario.
¿Qué se dirá en el futuro sobre las perturbaciones de nuestro presente? Algo no muy diferente a aquello que siempre se ha dicho sobre los procesos electorales durante el siglo XX: con IFE o sin él, con o sin INE las elecciones, salvo contadas excepciones, han sido la justa medida de la capacidad de movilización del aparato clientelar del Estado destinado a legitimar popularmente una decisión autoritaria previamente.
El sofocante y oneroso arquetipo electoral fue diseñado –entre 1990 y 1996– precisamente para evitar la injerencia del Ejecutivo a través de cuerpos técnicos al servicio de consejeros electos –y adictos– a mayorías partidistas de diversa coyuntura y compostura. Si hoy el árbitro resultó “pateado” fue porque las coaliciones vinculantes del pasado reciente ya no tienen la fuerza para protegerlo y, sin embargo, ese comprometido diseño sigue siendo nuestra única garantía para que el Ejecutivo no intervenga en la selección de los grandes electores de los estados que eventualmente le permitirán elegir, sin contrapesos, al sucesor de su preferencia.
¿Sabía usted que el texto con el que decidí iniciar esta columna pertenece a una investigación sobre “la historia política del maximato” publicada en 1982 por Tzvi Medin? Ahora dígame, si en esta burda retrogresión al pasado, no asistimos a la hora cero de una “jefatura máxima” en reconstrucción.
Por Enrique Huerta