La consagración del 8M

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“La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en que ahora vivimos es en verdad la regla. Promover el verdadero estado de excepción se nos presentará como tarea nuestra, lo que mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo”
Walter Benjamin

El 8 de marzo el miedo cambia de bando. Gritos, pintas, protestas, pancartas, historias, banderas y consignas enarbolan la lucha feminista; indignadas, beligerantes, las mujeres de todas las edades marchan sin concesiones: toman por asalto los monumentos del oficialismo, tumban las vallas del patriarcado, convierten las bardas en un memorial de dolor y flores, eligen nombres de víctimas y activistas para las calles de sus combates, y hasta redecoran atrios y fuentes sin olvidarse de hacer fogatas sin bombones.

El problema viene con el alba. La república decadente se reinstala, la demagogia resulta ilesa, el aparato de propaganda funciona sin pretensiones, las fuerzas del orden optan por la simulación de costumbre mientras la procuración de justicia se hunde en un mar de investigaciones con escasas consignaciones. ¿Qué queda de la rebelión de las mujeres? Las pintas, los tweets, los reportajes, las columnas y las historias de Instagram; el problema está en que todas esas cosas caducan en 24 horas porque la indignación de los colectivos ha sido incapaz de generar estructuras de solidaridad y promover un movimiento de resistencia organizada permanente. La tragedia de este país es profunda: la única oposición real a la miserable partidocracia nacional no es capaz de superar una protesta espectacular de 24 horas a pesar de que acumulan en su memoria 1.47 feminicidios por cada 100 mil habitantes en 2021, junto con décadas de agravios y siglos de patriarcado.

El 9 de marzo ya es parte del ritual, comienza sin ellas. Un puñado de mujeres asalariadas, no precisamente privilegiadas, abandonan la vida productiva mientras otras, mucho más precarizadas, no pueden sumarse a la tendencia desde el campo, la maquila, el tianguis, el hogar y la central de abasto. Desde luego nunca ha sido su capacidad productiva su pase de ingreso a la carta de derechos, sino su simple pertenencia a la condición humana; aunque es obvio, ningún colectivo lo ha aclarado. El día transcurre con la esquizofrenia de costumbre: el anciano venerable de Palacio

Nacional se dice “humanista” mientras defiende el estado de sitio en el que convirtió por 48 horas la Plaza de la Constitución. Poco a poco el gran público regresa a la indignación de la Corregidora: increíblemente este país ha normalizado cualquier tipo atroz de violencia excepto la que ocurre en los estadios de fútbol.

Llega el 10 de marzo y el miedo regresa al bando de costumbre; la pregunta cada año sigue siendo la misma: ¿se atreverán los colectivos a abandonar el efímero espectáculo de la protesta para promover —como recomendaba Benjamin— un verdadero estado de excepción que mejorará su posición en la lucha contra el fascismo patriarcal? ¿O seguirán confiando en las bondades del escándalo y el grafitti?